A
mi hermano y a su amigo Eduardo les habían encargado en la escuela buscar
animales para la clase de Ciencias Naturales.
Decidimos
hacer una excursión al arroyo. Fuimos con frascos de vidrio para guardar los
animales que atrapáramos. Cada uno llevó un palo que nos servía tanto de bastón
como de espada imaginaria alternativamente, sintiéndonos exploradores.
Durante
el camino vimos volando panaderos y baba del diablo. Cerca del arroyo vimos
langostas, arañas y hormigas. De pronto veo en una cavidad cerca de una piedra
a una víbora enrollada. Les aviso: ¡Miren, miren, una víbora! Todos quedamos
boquiabiertos. Comenzamos a movernos lentamente y a diagramar estrategias para
atraparla. Acerqué muy lentamente el frasco, tan lentamente que no se podía
percibir bien cuánto había cambiado la distancia de un momento a otro tanto
para mí como para la víbora. Lo acercaba parsimonioso, lo dejaba quieto unos
instantes y luego lo acercaba de nuevo unos milímetros. El tiempo y el espacio
se hacían imperceptibles. La víbora parecía hipnotizada. La boca del frasco
cada vez estaba más cerca de la boca de la víbora. Esta miraba curiosa el
interior del frasco y cada tanto sacaba su lengua bífida para estudiar el
ambiente. Una vez que puso la cabeza a la entrada del frasco, con la ayuda de
un palo la empujé desde atrás. La víbora se fue metiendo de a poco. Cuando
tenía ya gran parte del cuerpo adentro la empujé con el palo, giré el frasco
hacia arriba y la víbora se enroscó en el fondo. Tomé la tapa del frasco y lo
cerré rápidamente. Era hermosa. En la escuela nos dijeron que era una yarará.
Diego Gallotti
29/3/19
29/3/19
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