Los indios no tardaron
mucho en reaccionar. A las pocas semanas embistió un malón contra el fortín. El
vigía del mangrullo no los vio venir. Los indios se mezclan con el monte, son
parte del monte. No los pudo distinguir.
Cuándo el vigía pegó el alerta ya estaban a cincuenta metros y a todo galope.
Si vieran lo bien que manejaban las lanzas. Volaban lanzas y boleadoras por
doquier. El vigía y dos soldados más fueron muertos. Los indios pegaban unos
alaridos que hacían espantar hasta al más guapo. Y que buenos jinetes que eran,
esquivaban balas y tacuaras con todo tipo de cabriolas.
En el fortín no había
muchas armas de fuego. Con el griterío el oficial despertó de su siesta, hizo
el primer disparo y los indios volvieron al monte. De saldo dejaron tres
soldados muertos y dos heridos.
Don Justo cada vez
entendía menos esa guerra y ya había estado hablando con Don Honorio, su compinche, para
planear el escape.
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