Llegamos en micro al pueblo de Rojas. Mi novia nos
había prevenido de que tuviéramos cuidado ya que era un pueblo de cuchilleros.
Nos contó que su abuelo había sido como el patriarca del pueblo y había tenido
un montón de hijos, matrimoniales y extramatrimoniales. Nos enseñó a Fernando y
a mí algunas malas palabras en guaraní para que las identificáramos por las
dudas. Añamemby es el equivalente al “Hijo de puta” nuestro, aunque la
traducción literal es “Hijo del Diablo”. Caminamos desde la terminal de micros
por un sendero de tierra hacia el centro. Estábamos rodeados de campo y más
campo. Luego de un trecho vimos una parada de colectivo con la propaganda de
una radio popular. Hacía muchísimo calor. Cuando llegábamos a lo que parecía
ser una plaza vimos a un señor subido a una carreta tirada por caballos. Tenía
la carreta llena de verduras y en la cabeza se había puesto unas hojas grandes
y verdes para protegerse del sol. Fernando decidió sacarle una foto. El señor
sonrió. Le preguntamos por los parientes de Carla, mi novia. No nos entendió. A
media cuadra vimos lo que parecía ser una posada semiderruida, decidimos ir a
tomar algún refresco. Nos sentamos en una mesa desvencijada y gastada por el
tiempo. Había un viejo sentado en un rincón que miraba para nuestro lado. Le
preguntamos si nos podía servir alguna gaseosa fría. No nos respondió, tenía la
mirada perdida. Llamamos en voz alta por alguien que nos atendiera. Nadie
venía. Nos entretuvimos un rato largo mirando como las palomas sobre una viga
del techo hacían un ritual de poder, una lucha por conservar su posición en la
madera. La más fuerte y rozagante se ubicaba en el centro del listón, las de
los costados trataban de acercarse al centro y eventualmente quitarle su lugar
pero enseguida la paloma más grande las ahuyentaba. Cada tanto había algún
cambio de posición entre las que estaban
más alejadas del centro. Finalmente llegó el mesero.
Diego Gallotti
10/9/20
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