Mijito, ahora que cumpliste doce años te voy a contar la historia
que mi abuelo Eustaquio me relató cuando yo tenía tu misma edad. El relato es sobre
su actuación en la heroica batalla de Tucumán. Una batalla que según dicen los
expertos fue crucial para nuestra independencia nacional y para la de varios
países de Sudamérica.
Recuerdo la historia como si me la hubiera contado hoy, y
eso que ya pasaron casi ochenta años. Te la voy a contar para que luego vos se
la cuentes a tu nieto, pues me prometí que tal espectacular y apasionante
historia debería traspasarse de boca en boca, de generación en generación y quién
sabe, quizás algún día escribirse o filmarse.
Mi abuelo, es decir tu tatarabuelo Eustaquio, era un
hombre alto, enjuto pero fuerte. Recuerdo que me contó la historia un domingo
de verano que lo habíamos ido a visitar a su quinta mientras preparaba un asado
a la parrilla. Lo hizo, acomodando los chinchulines acá y allá, pinchando los
chorizos para desgrasarlos y distribuyendo las brasas con maestría, como quien
disfruta y tiene experiencia en lo que hace.
Era un hombre parco, de pocas palabras. Por eso quizás
recuerde el relato tan vívidamente, porque nunca me habló tanto como en ese
día. Recientemente había cumplido noventa años y lo habían condecorado con una
medalla por su actuación en la decisiva batalla de Tucumán. Para esa época,
noventa años eran muchos, la gente moría más joven. Ya quedaban pocos soldados
que hubieran luchado en esa victoriosa batalla, sino es que era el último.
Muchos malevos le seguían teniendo miedo a pesar de su
edad. Decían que tenía un pacto con el diablo y que la única manera de matarlo
era clavándole una daga de plata en medio del pecho. El no les daba importancia
a esas habladurías, pero al mismo tiempo le gustaba seguirles el juego, y
respondía misteriosa y crípticamente.
Tenía un aspecto hosco y bravío y en sus antebrazos se
podía leer un intrincado mapa confeccionado por cicatrices de guerra. Dicen que
el torso lo tenía lleno de cicatrices de lanza, bayoneta y bala pero nunca se
las vi, siempre lo vi con camisa. Vestía con bombacha gaucha, faja, facón y
tenía el pelo y la barba largos, tupidos y blancos.
Recuerdo que ese día le pregunté por la medalla y fue la
única vez que lo vi sonreír en mi vida. Fue una sonrisa rara. Sonrió sólo con
los ojos y acto seguido me pareció entrever como una mueca de tristeza. Luego
lenta y pausadamente comenzó su relato. Que paso a reproducírtelo tal cual como
fue:
Mijito, ya cumpliste 12 años, creo que ya es tiempo de
que te cuente la historia por la que me dieron la medalla.
Corría el año 1812 y yo participaba del ejército del
norte. Veníamos desde Jujuy bajando hacia Tucumán bajo las órdenes del General
Manuel Belgrano. El ejército venía muy lastimado, derrotado de la batalla del
Desaguadero. Estábamos cansados, hambrientos, con la moral baja y para colmo
teníamos al ejército español del General Tristán pisándonos los talones.
El General Belgrano a fuerza de trabajo y ejemplo, ya se
había ganado el respeto de todos. Hasta de aquellos oficiales que al principio
desconfiaban del abogadito de Buenos Aires. Y en días posteriores demostraría
que para esa altura, ya era un experto militar.
Nunca lo vi flaquear, ni retroceder. Una vez que tomaba
una decisión, arremetía feroz. No lo amedrentaban ni los godos, ni las viles y
cobardes órdenes de replegarse que le enviaban desde de Buenos Aires.
Eran momentos de grandes decisiones y
Belgrano tomó una muy importante. Nuestro ejército llegó a la casa de Yatasto y
giramos a la izquierda por el viejo camino carretero "Burruyacu", el que
se dirige a Santiago del Estero. Pero luego de pasar por el poblado de
Burruyacu, nuestro general ordenó que nos detengamos en La Encrucijada,
inmediato a La Ramada, cerca de Tucumán. Se reunió con Juan Ramón Balcarce, un
hombre de tal carisma que podía hablarle a las piedras y convencerlas para que
se uniesen al ejército y le dio las más amplias facultades e instrucciones para
sumar soldados y armas al ejército y
arengar a los vecinos de Tucumán para la defensa. Pero no hizo falta su capacidad
de entusiasmar, los tucumanos ya estaban muy decididos a defender a su tierra y
a sus familias.
Belgrano advierte la férrea convicción
de los tucumanos y el hito histórico que implicaba quedarse. Convencido, decide
entrar a la ciudad y nos ordena organizar febrilmente la defensa y preparar a la
tropa para lo que se venía.
Tristán, confiado en que huíamos hacia
Córdoba por el camino que habíamos tomado, no se esperaba la sorpresa y se
demoró unos días en Metán. Cosa que aprovechamos para adiestrar mejor a los
recién llegados.
Nuestro general, ordenó fosear las
bocacalles de la plaza y colocar la artillería. Mientras tanto llegaban
refuerzos desde Catamarca y Santiago. Llegaban contingentes pequeños pero
valientes, con ellos se formaron los cuerpos de caballería llamados los "Decididos".
No había suficientes provisiones, ni armas, ni uniformes para todos, pero se
los adiestraba diariamente. Muchos tuvieron que improvisar sus lanzas con
cuchillos enastados en tacuaras, pero a ningún gaucho le faltó su facón en la
cintura o sus boleadoras, lazo y guardamonte.
El ejército español dejó Metán y
avanzaba desprevenido por el camino de la posta hacia Tucumán.
Para esa época yo era Sargento y bajo las órdenes del
capitán Esteban Figueroa, me tocó integrar una partida para hostigar a la
vanguardia española que nos venía molestando desde hace días. Junto con mi
amigo el cabo Savino y los gauchos a nuestro mando apresamos al Coronel Huici,
el perseguidor más porfiado del ejército enemigo. Este malandra, había llegado
al pueblo de Trancas y adelantándose con dos más desmontaron frente a una casa.
Y fue ahí que nuestro baqueano el chino Suarez, escondido desde un pajonal los
divisó. Enseguida les caímos al humo como endemoniados, los hicimos volver a
montar y cuándo ya estaban llegando el resto de los españoles, nos escapamos
volando con nuestros pintos.
Imaginate la alegría de nuestros
compañeros cuando nos vieron llegar con estos sátrapas. La moral subió de
nuevo, estaban contentísimos. Todos festejamos. ¡Vaya sorpresa para los
españoles!
Otras de las sorpresas fueron el vacío
y el silencio que hallaron los españoles en todo el camino. Y ni hablar de las
partidas criollas que desde todos los flancos los hostigábamos noche y día. El
23 de septiembre los españoles llegaron a Los Nogales y Tristán tuvo la máxima
sorpresa: nuestro ejército con Belgrano a la cabeza lo estaba esperando listo
para la batalla.
El 24 de septiembre a la mañana,
Tristán y su ejército marchan hacia la ciudad. Al llegar a Los Pocitos, nuestro
temerario oficial de Dragones, Don Gregorio Aráoz de Lamadrid, se adelantó con
algunos de sus soldados y prendió fuego los campos del frente. Supieron
aprovechar bien el viento del sur, pues el fuego les llegó a los enemigos a
través de terroríficas llamaradas. Los españoles se desordenaron chamuscados y
doblaron hacia el oeste hasta dar con el camino del Perú por donde siguieron. Pasando
una legua la ciudad de Tucumán se detuvieron y le dieron el frente al Manantial.
Nuestro ejército daba frente al norte
y contramarchamos para situarnos temerariamente en el Campo de las Carreras,
muy cerca y de cara al enemigo. Eso sí que no se lo esperaban.
Los españoles eran cerca de cuatro mil
y nosotros cerca de dos mil. Nos duplicaban en número, sin embargo estábamos
ahí, bramándoles en la cara.
Nuestras gloriosas tropas de
caballería cubrían las alas del ejército, estando la de la derecha mandada por
Juan Ramón Balcarce, apoyada por una sección de Dragones y la caballería gaucha
de los tucumanos (una de las más entusiastas y combativas).
La batalla fue infernal, casi
indescriptible. La izquierda y el centro enemigos fueron arrollados
formidablemente. Nuestra izquierda fue rechazada y perdió terreno en desorden.
La confusión era tal que el comandante Superí fue prisionero por una partida
enemiga que luego tuvo que ceder a otra nuestra que la batió y lo recuperó. Los
españoles debido al diferente resultado del combate en sus dos alas se vio
fraccionado y hubo una total confusión.
Y para colmo, en medio de tal batahola
pasó algo totalmente inesperado que nos ayudó como por obra del Señor. Como un
presagio bíblico en mitad de la batalla nos sorprendió un ventarrón infernal
que soplaba desde el sur. De pronto se escuchó un ruido espantoso, horroroso,
producido por el vendaval que golpeaba en los bosques de la sierra y en los
montes y en los árboles que nos rodeaban. Una polvareda gigantesca cubrió el
cielo y lo que más consternó al enemigo del Alto Perú que nunca habían
experimentado algo así fue que una gran manga de langostas tapó el sol y
parecía que se acababa el mundo. Era el holocausto. Millares de langostas
hambrientas, escapando del fuerte viento se largaban en picada hacia la tierra
y hacían fuertes y secos impactos en el pecho y en la cara de los combatientes.
Hasta nosotros mismos que conocíamos el fenómeno, al sentir esos golpes nos
creíamos heridos de bala. Imaginate el espanto de los alto peruanos al sentir
en sus cuerpos tal cantidad de "balazos" que no eran más que langostazos.
Estaban aterrorizados. Ese día hasta las langostas fueron patriotas. Dicho
esto, me pareció adivinarle otra media sonrisa a mi abuelo, pero no estoy
seguro porque mientras me relataba la historia, hacía un sinfín de ademanes y
gestos que por momentos le tapaban el rostro escondido entre la abundante
pelambre.
Hizo una pequeña pausa y prosiguió:
En la batalla, yo integré la caballería
gaucha del ala derecha, que fue bastante decisiva para el resultado final. Aquel
día, los gauchos sacamos fuerza desde la mismísima tierra que nos parió y avanzamos
como desaforados, como poseídos por
mandinga y atropellamos al enemigo en una tromba de rabia irrefrenable. Con las
lanzas en ristre, a toda furia y dando alaridos como indios salvajes cargamos
sobre los españoles. Nada, ni nadie se nos pudo oponer. La caballería enemiga
de Tarija, al vernos llegar como fantasmas encolerizados, se asustaron y
huyeron atemorizados. Ni la infantería española nos pudo contener, los pasamos
por arriba como alambre caído y cuando se dieron cuenta, nos tenían en la
retaguardia. Atravesamos al ejército español de parte a parte como a un queso.
Llegamos hasta el fondo, hasta donde estaban los equipajes y las mulas cargadas
de oro y plata del ejército real. Muchos gauchos ante ese espectáculo, se
dispersaron para dedicarse a despojar de las riquezas al enemigo. La caballería
gaucha había sido improvisada en pocos días y no había habido tiempo de
adiestrarlos debidamente para el combate. Después de cumplir su deber, cuando vieron
aquellos tesoros, creyeron que tenían derecho a tomarlos. Y para tomarlos
rompieron la formación. Para ellos era
su botín. En fin, la guerra se hizo como pudo.
Pero no todo fue color de rosas, en esa
embestida atroz lo hirieron a mi querido Savino. Nunca vi a alguien pelear tan hábil
y salvajemente como a él. Era un hombre pequeño, delgado pero con una furia
indómita. Sus brazos se movían tan velozmente en el aire que no se los podían
ver. Era como un colibrí aleteando en el campo de batalla. Sólo se oía el
zumbido fatal del sable cuándo ya era tarde para el enemigo. Era ágil con el
caballo como ninguno, podía inclinarse y recoger una flor del campo en pleno
galope. Ese día fatal lo vi entreverarse entre los españoles dando mandobles y
sablazos a diestra y siniestra. Hasta que se le fueron al humo tres españoles
juntos. El primero no tuvo tiempo ni de asestar un golpe, el frío metal del
sable de Savino encontró su garganta y la tajeó como si nada. El segundo llegó
a tirar un sablazo pero Savino lo esquivó agachándose veloz. El tercero fue fatal,
le asestó tal golpe, que le llegó a abrir la panza a nuestro querido cabo. Savino
cayó al piso muy mal herido, pero increíblemente lejos de amedrentarse recogió sus
tripas, se las acomodó y siguió en carrera. Luego lo perdí de vista entre la
polvareda. Mi abuelo relataba el episodio como poseído, haciendo zumbar su
propio facón en el aire de una manera increíblemente ágil para su edad. Entre
tanta escaramuza un chorizo se deslizó por la parrilla y hábilmente lo ensartó
en el aire con la punta del facón al grito de: ¡Huija, no te me desacates!
Hizo una pausa bastante larga y
apesadumbrada y finalmente continuó:
El ejército realista al verse sin
plata, ni equipaje y en tierra muy hostil, se fue acobardando y a pensar que
era mejor retirarse.
Belgrano con otros oficiales fue
empujado por el desbande de la caballería santiagueña fuera del campo de
batalla hasta cerca del Rincón por Santa Bárbara. Tristán, replegado sobre el
Manantial con una columna que salvó trataba de reunir a sus soldados dispersos.
Entre tanto, la infantería patriota quedó dueña del campo de batalla pero
viéndose sola se replegó sobre la ciudad y entró para acantonarse y preparar la
defensa bajo el mando de mi tocayo el coronel Díaz Vélez. El ejército español
llegó hasta las goteras de Tucumán donde se quedó como sitiándola. Belgrano
acompañado por el coronel Moldes y sus soldados estaba en el Rincón, dónde
permanecía sin saber a ciencia cierta el resultado final de la batalla.
Finalmente, el General Paz se encuentra con Belgrano, le relata su entrada en
la ciudad y lo anoticia de que en ella se hallaba fuerte toda su infantería, con
lo cual nuestro querido y gran general sabiendo ya del triunfo de la caballería
tucumana vio que la batalla se había decidido a nuestro favor.
Durante esa tarde y el día siguiente
hubo una total inacción y perplejidad de parte de Tristán y sus hombres. Seguramente
se debió a que se quedaron sin municiones y su tropa estaba acobardada por las
partidas de gauchos que andaban por el campo y sus alrededores dedicados a una sistemática
limpieza de enemigos sueltos.
Ignorante de las fuerzas que salvara
Belgrano, Tristán no sabía qué hacer. Durante la tarde del día 25 el español se
convenció de que no tomaría la ciudad, vio que era amenazado de afuera por
columnas patriotas que entorno a Belgrano se irían engrosando y se dio por
vencido. Esa misma noche emprendió su retirada hacia Salta.
Nosotros festejamos. Ese día hubo
fogón y fiesta. Guitarreadas y payadas por doquier. Hasta Savino se escapó de
la enfermería para festejar. Esa noche lo vi jugando a los dados sin quejarse.
Pero el pobre al día siguiente amaneció muerto, la herida había sido muy aguda.
Bueno mijo, esta es toda la historia,
dijo palmeándome el hombro. Con todo lo bueno, lo malo, lo triste y lo alegre
que pueda tener. Luego los señores eruditos podrán disertar sobre las
estrategias y las tácticas empleadas por ambos bandos y las cuestiones
políticas en las que se enmarcó la batalla. Lo que si te puedo decir es que
fueron tiempos de mucho sacrificio, pasión y convicción. Luego el país se metió
en una larga lucha interna de la que no quise participar. ¡Ahijuna que este
país está hecho de claroscuros! De choques y conflictos pero también de una
suave y mansa recomposición. De unión y
cooperación. Habrá que saber separar la paja del trigo y parar con tantas
pendejadas. Parar con tanta lucha fratricida. Que al mundo no vinimos para
pelear entre hermanos sino para aprender y para crecer. Esas fueron las
palabras finales del abuelo.
A los pocos meses lo alcanzó la
muerte. Fue una muerte repentina, lo abrazó de noche y durmiendo. Lo velamos y cuando
besé su semblante vi que por primera vez irradiaba paz.
Diego S. Gallotti
19/12/2014
Publicado por el blog "INDEC que trabaja" en diciembre de 2014
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