Daniel sintió que esa era la noche ideal para bajar al
último subsuelo del Palacio Barolo. Hace un año que trabajaba ahí de guía
turístico. El palacio estaba plagado de enigmas y misterios que lo atraparon
desde chico. Entre las características de este hermoso edificio de Buenos Aires,
se destaca que su arquitectura sigue las tres divisiones que se encuentran en
el libro la Divina Comedia de Dante Alighieri; el infierno, el purgatorio y el
paraíso. Otra particularidad, es que la relación pitagórica que determina el
número Pi (3,14) se observa en la división original del acceso mediante los
ascensores.
La cultura de la Edad Media era un tema que interesaba a
Daniel desde adolescente y mientras cursaba la carrera de Historia en la Facultad
de Filosofía y Letras de la U.B.A., pensó que ser guía del palacio era un buen
trabajo para costear sus estudios.
Recientemente había cursado las materias Historia Medieval
e Historia del Renacimiento y aprovechó para interiorizarse e investigar cada
vez más sobre la época en la que vivió Alighieri.
Era 14 de septiembre, aniversario de la muerte del Dante.
Daniel terminó de guiar al último grupo de turistas y visitantes por el
palacio. Cuándo estaba por cerrar las puertas del edificio decidió bajar de
contrabando al último subsuelo. Tomó uno de los dos ascensores ocultos que
había descubierto y que estaban vedados tanto para los visitantes como para los
empleados del palacio, incluso para el mismo.
Bajó al subsuelo, estaba totalmente oscuro. Prendió el
interruptor de la luz y no andaba. En el piso había una linterna, la tomó y
comenzó a recorrerlo. Encontró dibujos geométricos en el piso, algunos cuadros
sobre la Divina Comedia y el Dante e inscripciones en latín en las paredes. Le
llamó la atención un cuadro antiguo que parecía copia del Mapa del infierno realizado por Botticelli. Se detuvo y contempló
embelesado los nueve círculos que descienden en espiral. Estaba un poco torcido,
así que decidió enderezarlo. Mientras lo acomodaba notó que debajo había una
inscripción sobre la pared. Lo descolgó y efectivamente había escritas unas
palabras en latín: “O vos, qui intratis, omni spe auferte” (“O vosotros que entráis,
abandonad toda esperanza”) rezaba la frase. Era la que había usado el Dante en
su gran obra para referirse a los que entraban al infierno.
Debajo de la frase había un compartimiento escondido y
empotrado en la pared, lo abrió y encontró una caja de madera hexagonal con
incrustaciones de marfil y dibujos geométricos. Abrió la caja y encontró un
rollito de pergamino. Lo desenrolló y vio que contenía algunas palabras en
latín, italiano antiguo, una serie de
números, combinaciones, coordenadas y símbolos que no podía comprender.
Estaba realmente muy emocionado. Guardó el rollito en su
bolsillo. Volvió a poner la caja en su lugar y se fue corriendo desde el
edificio hasta su casa.
Estuvo días tratando de descifrar el pergamino. Había
referencias al número Pi, al número áureo, a la secuencia de Fibonacci, lo que
parecía una fecha, un horario, una altura y una serie de coordenadas que
coincidían con las de Buenos Aires y Montevideo. Finalmente tuvo una corazonada
y debía verificarla. Iba a necesitar la ayuda de otra persona, así que decidió
contarle parte del plan a su amiga Paula, quien trabajaba de guía junto con él.
Le explicó que por sus trabajos de investigación en la
facultad creía haber descubierto un secreto del palacio y que necesitaba su
colaboración. Era preciso que para el solsticio de invierno, para el cual
faltaban pocos días, ella fuera a Montevideo. En esa ciudad vecina se encuentra
el Palacio Salvo, un edificio gemelo al Palacio Barolo de Buenos Aires. Ella
debía de alguna manera convencer al guardia para que apuntara el faro del
edificio de Montevideo a las 24 hs del comienzo del invierno a las coordenadas
exactas que le anotó en un papel. Debía persuadir al guardia apelando a su
calidad de guía y a una carta trucha de los administradores del edificio de Buenos
Aires, o con su simpatía y carisma o sobornándolo o de la manera que fuese.
Pero era imprescindible que así se hiciera. Paula además de ser muy amiga de
Daniel era una gran apasionada de la historia del palacio. La aventura le
pareció muy interesante así que decidió acceder con gusto.
Llegó el día y la hora indicada. Era una noche clara de
luna llena. El se encontraba en uno de los balcones de la cúpula del Barolo, en
el anteúltimo piso tal como indicaban la altura y las coordenadas especificadas
en el rollito. Faltaban pocos segundos y de pronto vio los destellos de luz provocados
por el faro de Montevideo. ¡Paula había logrado su cometido! Estaba muy emocionado.
Por alguna rara alquimia un rayo de ese haz de luz rebotó en la cúpula del Congreso
y trianguló iluminando el cupulín que estaba justo debajo de su balcón. Ahí
debía haber algo escondido, intuyó.
La única manera de acceder al cupulín era bajándose desde
el balcón. Se tomó de la baranda con ambos brazos y se fue deslizando
lentamente. Estaba algo temeroso, pero esta oportunidad no la iba a dejar
pasar. Estiró los brazos y las piernas y con la punta de un pie logró tocar el
techo del cupulín. A duras penas y muerto de miedo logró llegar al techo. Justo
en el centro del techo vio un compartimiento cilíndrico e intentó desenroscar
infructuosamente lo que parecía una tapa. Los bordes estaban pegados por la
oxidación y el paso del tiempo. Comenzó a golpear la tapa con la parte de abajo
de la palma de su mano. De a poco fue cediendo. Respiró hondo e hizo un último
esfuerzo por desenroscar el cilindro. Giró con fuerza y finalmente, embargado
por la emoción y todo transpirado logró sacar el cilindro metálico fuera de su
compartimento. Adentro había un sobre, lo abrió y encontró cenizas. ¡Seguramente,
era uno de los seis sobres con cenizas del Dante! ¡Era un hallazgo sin duda invaluable!
Volvió a poner el sobre y el cilindro en su lugar, ya mañana se encargaría de
fotografiar, documentar y publicar su descubrimiento.
Se encontraba en cuatro patas sobre el techo del cupulín,
dirigió la mirada hacia arriba y un frío agudo le recorrió la nuca. Temblando
de miedo se incorporó sobre sus dos piernas para ver mejor lo que le pareció
una presencia. Divisó una sombra en uno de los balcones. Una sombra desafiante
que le hizo recordar a la figura del Dante, con su perfil tan característico,
su nariz aguileña y el mentón prominente como si fueran dos ganchos que lo apuntaban. También parecía llevar lo que
parecía un gorro frigio. Boquiabierto y muerto de miedo, comenzó a perder el
equilibrio. Una ráfaga de viento lo hizo tambalear y se dejó caer sobre el
cupulín para no caer al vacío. Se agarró con brazos y piernas sobre el techo
pero la gravedad lo hacía deslizar lentamente hacia abajo. Intentó aferrarse
con más fuerza pero la forma semiesférica del techo no le permitía agarrarse de
ningún lado. Finalmente quedó colgando sólo de sus manos de una moldura sobre
el final del cupulín. Miró hacia abajo, lo separaban como noventa metros hasta
la calle y casi veinte pisos. El viento comenzó a silbar y él creyó escuchar
los nueve coros angelicales que representaban el faro.
En ese estado de excitación febril se le cruzó por la
mente que tal vez al profanar la cúpula, había profanado el templo dedicado al
amor que el Arquitecto Palanti había realizado inspirado en un templo Hindú y
que era emblema de la realización de la unión del Dante con su amada Beatrice.
Pero de poco le sirvieron todas estas especulaciones en
un momento tan crucial. Fue perdiendo sus fuerzas y finalmente fue cayendo al
vacío con lágrimas en los ojos y una extraña sonrisa. Esos pocos segundos de la
caída le parecieron una eternidad. Por primera vez y desde una inigualable
perspectiva pudo ver metro a metro los cien metros del edificio que
representaban los cien cantos de la Divina Comedia. Por primera y última vez
pudo contemplar en su plenitud los veintidós pisos que representaban las
veintidós estrofas de los versos del gran poeta, hasta que finalmente llegó al
último círculo.
Diego Gallotti
12/11/17
Publicado en el blog "INDEC que trabaja" el 14/12/17
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