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miércoles, 20 de junio de 2018

Acción final


Alejandro Fenis tenía setenta y un años, se sentía bien y fuerte. Toda su vida había sido una persona saludable y había practicado deportes. Pero muy a su pesar, recientemente le habían descubierto un cáncer terminal.
            La noticia lo mantuvo en shock durante varios días. No lo podía creer, no lo quería creer. Quedó totalmente consternado, conmocionado, ido. Dormía mal, con  pesadillas. Amanecía contracturado, como si le hubiera pasado un camión por encima.
            Un día amaneció mejor, recordando una serie de preguntas que se había formulado siendo adolescente. Recordó que cuando tenía aproximadamente quince años comenzó a cuestionar y a cuestionarse todo. Algunas cosas que se cuestionó estaban relacionadas con lo preestablecido socialmente. Por ejemplo los diez mandamientos.
            En aquel entonces, reflexionó sobre el mandamiento de "No robarás" y le pareció que socialmente era recomendable. Meditó sobre el de "No mentir" y le pareció que también era recomendable no mentir, aunque había mentiras y mentiras. Había mentiras peligrosas y otras casi sin importancia.
            También reflexionó sobre el de "No matarás" y le pareció que también era lo más recomendable para garantizar un mínimo de paz social.
            Acto seguido pensó que tal vez debía experimentar cada acción que los diez mandamientos prohibían para conocer mejor sus implicancias y derivaciones.
            La acción de robar ya la había experimentado de chiquito cuando hurtó un juguete en el jardín de infantes. La de mentir ya la había experimentado, había mentido algunas veces.
            Se dio cuenta que la de matar era la más peligrosa y oscura. Pensó que de consumarla, lo mejor sería esperar a estar muy viejo y ya no tener nada que perder si lo atrapaban. Y que lo mejor sería matar a alguien desconocido, para que sea más difícil descubrirlo, ya que no tendría ningún móvil que lo uniera con el asesinado. Por ejemplo podría matar a un linyera, al que nadie reclamaría y a quien no podrían relacionarlo con él.
            Estaba recordando estos pensamientos cuando se dio cuenta que matar a un pordiosero no tenía sentido, no quería matar a un pobre hombre que nada le había hecho. Tal vez lo mejor sería elegir a alguien que realmente le haya hecho un mal a la sociedad. Por ejemplo un político, un presidente. Pero habría que elegir a qué presidente. ¿Al de su propio país? ¿O buscar al presidente que haya hecho el mayor daño a la humanidad? Además matar a un presidente con toda la custodia que suelen tener, no sería nada fácil. ¿Realmente son los presidentes los que más daño hacen? ¿O quizás son algunos empresarios? ¿O los grandes especuladores financieros que pueden hacer entrar en crisis a un país? Habría que elegir bien. ¿Cuáles son las empresas que hacen más daño? ¿Las que fabrican agrotóxicos? ¿Las que contaminan el aire, el suelo, los alimentos y el agua? ¿Las multinacionales de medicamentos? ¿Las que fabrican armas? ¿Las que explotan carbón? ¡Cuánta gente dañina nos rodea! Qué difícil decisión. ¿Estos empresarios e inversionistas tendrían menos custodia que los presidentes?
            Durante varios días estuvo investigando sobre el tema. Finalmente llegó a la conclusión que lo mejor sería matar al mayor fabricante de agroquímicos del país, uno de los mayores responsables de dañar la salud de muchos niños y adultos en grandes zonas agropecuarias.
            Esta idea lo hizo revitalizar. Ya no dormía mal y sentía que tenía un último proyecto para cumplir. Comenzó a planificar concienzudamente cada paso a seguir.
            La verdad es que la típica boludez de hacer una lista de cosas que no había hecho en la vida, como tirarse en paracaídas y otras huevadas que solían aparecer en las películas le parecía una ridiculez. Además el ya había hecho un montón de cosas en su vida, le quedaban muy pocas por hacer. Había viajado por los cinco continentes, había volado en parapente, escalado, esquiado, buceado, etc. Además el asesinar a un empresario despiadado y sin escrúpulos también era algo que nunca había hecho.
            Una vez cometido el crimen, lo mejor sería dejar una carta sobre el difunto detallando los motivos humanitarios y ambientales de su acción comunitaria. Quería que su crimen sirviera para que empresarios, políticos y terratenientes revieran sus políticas contaminantes y dañinas. Si no lo atrapaban podría seguir escarmentando a fumigadores de pesticidas, empresarios, políticos y latifundistas y si lo agarraban, estaría preso sólo por unos meses que era lo que le restaba de vida.
            Una de las razones por la que había elegido como blanco a un fabricante de agrotóxicos es que él era Ingeniero agrónomo y tenía los contactos para acercarse fácilmente. Toda su vida se había dedicado a la docencia en la Universidad Nacional de Rosario. Si bien en sus materias siempre había promovido una mirada hacia la agricultura orgánica, ecológica y sostenible, tenía algunos contactos con el mundo agro-empresarial.
            Se enteró que próximamente en la ciudad de Junín, en la Provincia de Buenos Aires, se iba a realizar un encuentro donde iban a asistir empresarios rurales, políticos, académicos e integrantes del sindicato de peones de campo. El dueño de la empresa RuralMax al que se puso como objetivo matar, iba a estar presente. Se inscribió por internet en el evento rural, asistiría como miembro de la Fundación de la Facultad de Agronomía de Rosario.
            Preparó y limpió el revólver calibre 38 que guardaba en su casa por seguridad. Fue a practicar al polígono de tiro porque hace un par de años que no practicaba. Y se preparó psicológicamente para la ocasión. Al día siguiente partiría hacia Junín y antes de acostarse visualizó el plan a seguir una vez más.
            A la mañana se despertó algo nervioso. La adrenalina le corría por todo el cuerpo. Iba a cometer un acto muy peligroso y temerario pero tenía la seguridad de aquel que no tiene nada que perder.
            Puso el arma en un bolso, se subió al micro y partió hacia Junín. Durante el viaje se sintió bastante relajado. Se puso los audífonos y escuchó música, luego visualizó en su mente por enésima vez los pasos a seguir ni bien llegara al congreso rural.
            Luego de unas horas de viaje llegó a Junín y se dirigió al meeting. Estaba lleno de gente. Se acreditó. Pronto pudo reconocer a algunos ex colegas de la Facultad y a antiguos alumnos. Varios vinieron a saludarlo afectuosamente. Se quedó charlando especialmente con Alberto a quien lo sabía cercano a Martín Arsenio, el presidente de RuralMax. Le preguntó si lo conocía a Arsenio porque quería consultarle algunas cuestiones, Alberto amablemente le ofreció presentárselo. Se acercaron los dos al dueño de RuralMax. Este estaba rodeado de otras dos personas con las que estaba charlando. Alberto los presentó. Acto seguido, Alejandro desenfundó su arma que tenía debajo del saco y sin chistar le disparó dos tiros en el pecho a Arsenio. Este cayó al piso. Uno de los que lo rodeaba salió corriendo, el otro quedó en shock, Alberto comenzó a gritar llamando a un médico y se agachó para tratar de asistir al empresario herido de muerte. Dos patovicas de seguridad se abalanzaron sobre Alejandro. Al primero pudo propinarle una piña pero el segundo le sacó el arma y lo inmovilizó con una llave de judo.
            Enseguida cayó la policía, tomaron declaraciones a distintos testigos y se llevaron a Alejandro a la comisaría. Lo dejaron varias horas en el calabozo y luego el comisario quiso hablar con él. Le preguntó si se declaraba culpable. Alejandro le respondió que sí. El comisario le preguntó las razones. Alejandro se las dijo y además le dio la carta que pensaba dejar sobre el cadáver pero que no pudo hacer por culpa de los patovicas. Le asignaron un abogado para la defensa. Esa noche durmió en el calabozo. Al día siguiente gracias a la gestión de su abogado, su edad y estado de salud lo trasladaron a su casa donde debía esperar el juicio.
Los medios de comunicación comenzaron a llamarlo y a hacerle entrevistas. Alejandro comenzó a hacer declaraciones en las radios, en la televisión y en los medios gráficos. En pocos días se hizo famoso. El exponía sus argumentos con tal convicción y serenidad que cautivaba a una gran cantidad de televidentes. Empezó a decir que quería inaugurar una nueva moral. Comenzó a preguntar a sus entrevistadores y al público: ¿Quién hace más daño, un asesino, una crisis económica, una jugada en la bolsa, una quiebra o una intoxicación por derrames fluviales? Alejandro creía que estas cuestiones pueden enfermar mucha gente, inducir suicidios y desorganizar más gravemente el cuerpo social que un homicidio y por lo tanto debían ser penadas por la ley más fuertemente que un homicidio. El creía que había cometido un delito y que debía cumplir con la pena pero también estaba convencido de que se debía penar con la cadena perpetua o la pena de muerte según la legislación de cada país a los que diariamente enfermaban y mataban gente con sus acciones irresponsables. Estaba cansado de ver como muchos grandes monopolios u oligopolios ante cualquier denuncia por contaminación ambiental salían ilesos gracias a los grandes estudios jurídicos que contrataban y a alguna que otra multa  o soborno que pagaban. Las eventuales pérdidas por juicios ya estaban calculadas e incluidas en los precios de venta de sus productos.
Lentamente, Alejandro comenzó a levantar simpatías sobre sus dichos, no tanto sobre su acto claro está pero si por la nueva moral que pregonaba. Prontamente, el debate empezó a centrarse sobre los daños sanitarios y ambientales que producían algunas empresas, más que por su homicidio. Es más, algunos grupos religiosos menores lo tomaban de ejemplo. Algunas agrupaciones de izquierda lo reivindicaban. Otros grupos políticos más moderados lo censuraban pero a la vez comenzaron a hacer referencia sobre la política ambiental y sanitaria que Alejandro proclamaba, incluso sobre los interrogantes morales y jurídicos que planteaba.
A los pocos días Alejandro asistió a los Tribunales acompañado de su abogado. Para su sorpresa un grupo de manifestantes lo aclamaban a viva voz y con carteles sobre la escalinata. Lo habían apodado el “moralista”. Alejandro no dejaba de asombrarse pero al mismo tiempo comenzó a sentir que revivía, que rejuvenecía, sintió que este último proyecto de vida lo llenaba de esperanza. Sintió que estaba gestando un cambio cultural. Ya podía morir feliz.
Diego Gallotti
19/6/18